
Loreto fue una mujer pionera para su época. En 1952, con 20 años, había dejado su Gandía natal para hacer realidad su sueño: dedicar su vida a los más desfavorecidos.
Empezó en el Cottolengo de Valencia. Quería ser una religiosa como las de allí. Pero ya entonces padecía de EPOC, un tipo de enfermedad pulmonar crónica que dificulta la respiración. Un médico de allí le dio la mala noticia: nunca podría ser monja, su mala salud se interponia en su dedicación a los demás.
Luchadora infatigable, no se arredró y se dijo a si misma: «si no puedo ser monja, me haré enfermera». Y lo logró. A pesar de su mala salud de hierro, Loreto consiguió siempre todo lo que se propuso.

Como enfermera, comenzó a trabajar en su primer destino, el hospital del Puerto de Sagunto. Allí, en la pensión donde vivía, conocería al sobrino de la dueña, Ernesto, un joven gallego que no tardó en enamorarse de ella.

Pero ella estaba demasiado comprometida con su trabajo y no le correspondió, así que él no tuvo más remedio que marcharse a Alemania. A los pocos años volvió a por ella y esta vez sí que la convenció, se casaron y se fueron a vivir juntos la vida del emigrante. Un país extraño, una lengua desconocida y un trabajo en otro hospital. Allí nacieron sus dos hijos.

Unos años después, ya de vuelta a casa, nació su hija y todo pareció ir bastante bien, hasta que la desgracia volvió a enseñarle los dientes.
Con tres hijos adolescentes, perdió a sus padres y también a su marido. A pesar de quedarse viuda antes de cumplir los 50, consiguió sacar adelante a sus tres hijos y a un nieto.
Con su mala salud de hierro, Loreto se rio muchas veces de aquel médico que le dio la mala ventura. Se marchó a los 89 años, cuando ya no podía más.

Se fue como era ella, tranquila, decidida y despidiéndose de todos.